Cascada Noticias - Un medio con identidad
United Languages

Cuentos del Pueblo: ¡Y pues acabamos con las vacas!

Felipe se nos fue hace años pal Norte que porque aquí no había nada más que pura hambre. Y la única hija que tenemos vive en La Hacienda, y está más pobre que nosotros"
Cuentos del Pueblo: ¡Y pues acabamos con las vacas!

Y pues acabamos con las vacas. A mi esposa se le descompusieron sus riñones, y tuve que venderlas todas y de paso también un terreno que me había dejado mi padre en el monte. Venimos cada tercer día al Hospital Civil a las hemodiálisis de mi mujer, que es como una limpieza que le hacen en la sangre. Siempre recorremos el camino del pueblo resollando en ayunas, porque al llegar, en el hospital nos sacan sangre para vernos cuánta azúcar traemos paseando desde el pueblo.

Yo nomás estoy malo del corazón, nada de azúcar alta ni de presión en la sangre. La verdad, es que uno ya no sabe lo que le va a tocar. Veo la vida como una ruleta Rusa, en la que el destino te puede pegar un tiro por sorpresa.

Más antes. Me ponía a trabajar en el cerro. Pero ahora con esto del marcapasos no puedo ni agacharme, y agacharse en la yunta es lo que más se ocupa. Juntar mazorcas, calabazas y cortar el cilantro desde abajo para que todo rinda más y salgamos el mes. El doctor me dice que ya no haga esfuerzos, que ya me dedique a descansar, pero él no sabe que en el rancho nomás quedamos mi mujer y yo, y que si no me esfuerzo pues no comemos.

Sobrevivimos, como por obra del Señor que es misericordioso con nosotros y que siempre nos tiende una mano amiga. Nos dan aunque sea un kilito de frijoles o de garbanzos, y los pongo a cocer por la noche junto con un puño de lentejas para que todo ese olor arrulle a mi Flor.

A mí, ya nada me da sueño. Hace dos meses que se me fue y me la paso cavilando mientras pasan las horas y ya nos tenemos que ir pal hospital.

A los muchachos, casi no los vemos. Felipe se nos fue hace años pal Norte que porque aquí no había nada más que pura hambre. Y la única hija que tenemos vive en La Hacienda, y está más pobre que nosotros. Uno que más quisiera, que a ellos les fuera mejor en la vida que a uno. Pero a veces, las cosas pos nunca son como se quieren.

¡Y pues acabamos con las vacas!

Primero, vendí a mi vaca “La borrega”, esa me daba treinta litros de leche en la mañana y quince por la tarde. Con esa vaca jalando se podía mantener a una familia. Sacando queso y panelas pa’ vender en los tianguis. Pero la vendí, y de primero con oportunidad de recomprársela a mi compadre “El Veneno”.

Le dije — Nomás que me aliviane de comprar las medicinas de mi Flor y se la vuelvo a comprar compadre. — Pero medicinas seguimos todavía comprando y nunca recuperé a «mi borrega».

Luego, le vendí al carnicero mi vaca «La grande», que traía cruza de cebu. Era una vaca alta y de color gris como las monedas. No se le podía abarcar la chichi con una mano, había que ser bueno con ese animal en su ordeña, para que no te subiera la leche y bajará hecha calostro al otro día.

Enseguidita de esa, tuve que vender tres becerros y a «La venena». Que era la vaca que más me gustaba, vaquilla pinta que daba buenos litros y de zancas largas. Y no nomás me gustaba a mí, sino a todo aquel que la ordeñaba. Sentías que sus ubres eran como un manubrio que se te ajustaba bonito a la mano, tenía la ordeña blandita y hecha a la medida.

Ya hasta el último vendí a mi vaca «La güera». Que parecía un animal sacado de un anucio de la tele, con sus dos manchas negras como parches en los ojos y de un blanco como el de las magnolias. Era la vaca más chula, y por eso la fui dejando hasta al último, para ver si la cosa se componía con mi mujer, pero nunca se compuso.

—Y pues así fue como acabamos con las vacas. Sí. Fue así mismito como acabamos con todas ellas… Todo para salirle a los gastos de la enfermedad de mi Flor… Dios quiera que algún día se me cure de todos los males.

 

-Yo a veces pienso que mi madre debió querer mucho a mi padre.- Porque aguantó hasta onde pudo y como pudo. Si desde siempre a él se le pasaba la mano con ella cuando llegaba de la cantina.

Y nos llovian golpes y cosas de seguido por la noche. Entonces, mi hermano Felipe y yo, ya sabíamos que mi papá se estaba surtiendo a mi mamá. Si hasta una vez tuvimos que desmayarlo para que no la matara.

Fue en una noche fresca en la que todos los grillos y las chicharras callaban. Felipe y yo, nos despertamos al escuchar los gritos de una mujer en el corral. Nos levantamos y salimos pa’ fuera a ver quién gritaba. Y fue allí, junto a ese mezquite y por aquella pila de mazorcas, donde encontramos a mi mamá tirada en el suelo y a mi papá dándole de patadas. En ese momento, me le apeñusqué de una pierna para morderlo mientras Felipe lo desmayaba con un terrón de tepetate.

Juntamos a mi madre del suelo y como pudimos la echamos a una carretilla. Ella se retorcía y se retorcía de dolor y no nos conocía. Entonces nos arrancamos tendidos hacia el pueblo pa’ ver si alguien nos la podía despertar.

Comenzaba a aclarar el día cuando llegamos con mi mamá a la casa de mi tía Chepina. Y luego lueguito la pusieron a respirar alcohol de un trapo, pero no despertaba; así que se la llevaron pal Hospital Civil. Fue de esa vez, sí. Cuando a mi madre se le descompusieron sus riñones.

Pasó un mes hasta que pudimos ver a mi madre de nuevo. Regresó en silla de ruedas y con muchas vendas alrededor de la cadera. Casi no podía moverse y dependia de mí para comer y vestirse, y de Felipe, dependíamos las dos, porque el arrimaba el dinero dinero que le pagaban en la pisca para poder comer.

A mi padre, no lo volvimos a ver durante mucho tiempo, que porque se había ido a trabajar pal otro lado. Pero mi tía Chepina, nos dijo que se fue del pueblo por vergüenza de como nos dejó a mi madre.

Pasado un tiempo, mi apá regreso al pueblo y a la casa. Pero ya ni falta hacia, porque nunca vimos que nos mandara un solo cinco de los Yunaites. Nos las supimos arreglar siempre solos.

Una mañana, Felipe nos salió con que ya estaba harto de seguir pasando hambres y se fue pal Norte. Yo decidí irme pa’ la hacienda porque allá me pretendían.

Le dijimos a mi padre -Ahora te toca atender a ti a mi amá. Ya se te ha de haber pasado mucho la vergüenza con tanto tiempo. Y si nos ocupas, sabes donde encontrarnos.

 

Las palomas grises llegan volando del cielo recién llovido y se posan arcos del recibidor. Es una mañana fría de agosto en la que las personas enrebozadas hasta las piernas, se arrejuntan como los cigarros esperando las noticias de su enfermo.

-¡Familiares de Josefina Carmona!

-¡Familiares de Josefina Carmona! pregona un médico de bata blanca como la nieve en el pasillo del hospital.

El hombre con el bastón de otate que lleva ya muchas horas sentado, se levanta y se va de la mano con su hija. La hija, es del tamaño del padre, tal vez un poco más alta. Los dos con ojos vidriosos como de lágrimas recorren los pasillos del hospital buscando un lugar entre los murmullos y el olor de los enfermos. Llegan al jardín y se sientan un momento para descansar del corazón tullido por la esperanza del diagnóstico, que al final fue la muerte. De una esposa, que también fue madre y que a veces, es lo único bueno que se puede tener en el mundo.

Se van a la puerta trasera, a donde se entregan los cuerpos sin vida. Llegan a ese zaguán sin pintura ya roído por el tiempo. El piso desgastado de tanto muerto que pasa hace brincar la camilla de metal chácharoso, el cuerpo se tambalea pero no se cae al suelo.
Es cualquier otro día con el cielo plomizo.

Ramiro Corona.