Cascada Noticias - Un medio con identidad
United Languages

Cuentos del Pueblo: Las Poquianchis y la noche

"..Veía San Antonio Juanacaxtle, abajo, el río que pasaba sin hacer eco en el aire barranco. Durante todo este tiempo había permanecido en el mismo municipio de El Salto"
Cuentos del Pueblo: Las Poquianchis y la noche

Alrededor de la década de los 70’s un hecho sangriento conmocionó a nuestro país. Los periódicos nacionales dedicaron sus portadas y algunas televisoras y noticieros no dudaron en ofrecer tiempo al aire para expresar lo atroz del hallazgo. El acontecimiento estribaba en la desmantelación de una red de trata de blancas y múltiples asesinatos, cuya operación fue ubicada en el occidente del país, en los municipios de El Salto y León, de los estados de Jalisco y Guanajuato.

En el momento de la captura y desmantelación, yo me encontraba cubriendo un par de notas periodísticas en España, y al regresar a México, me percaté de mi gran atraso en diversos temas del acontecer nacional, pero sobre todo, sentí una gran atracción frente a un tema que estaba en boca de todos, el de los asesinatos brutales y despiadados de Las Poquianchis.

Me decidí a seguir el tema por unos meses, sabía que pronto la noticia disminuiría de los medios y de la boca de las personas, y que cuando yo me pusiera al tanto de todos los acontecimientos, quizás ya a nadie le despertaría importancia. Sin embargo, por convicción propia me dispuse a realizar algunas búsquedas externas financiadas por mis ahorros, ya que el periódico para el que trabajaba no quiso proporcionarme los medios necesarios para darle seguimiento a una historia “sobre abordada” por los medios de comunicación.

Comencé mi búsqueda recolectando toda la información disponible acerca de la noticia, cada primera plana, cada columna o cada artículo por más recóndito que apareciera dentro de los diarios de circulación nacional. Las primeras conclusiones que apresuraba, eran las de identificar algunos cabos sueltos, cosas que por acción intencional u omisión se hubieran evitado abordar por los medios impresos.

Después de varios días de búsqueda hemerográfica en distintas bibliotecas de la ciudad, di con un hecho que me sorprendió por completo. Visité al menos tres salas hemerográficas, y como suele ser una costumbre profesional entre los periodistas llevaba un diario de campo, donde registraba anotaciones sobre los casos que investigaba. Me llamó la atención una anotación perteneciente al periódico «El Eco de Jalisco», cuyas páginas revisé en las tres bibliotecas que visité durante mi investigación, pero que sólo había registrado en una ocasión. Debía anotarla tres veces. Resolví que tal vez el error correspondía a una confusión mía, fruto de estar revisando diferentes diarios al mismo tiempo y realizar mis anotaciones sin cuidado. Decidí revisar el error y regresar a consultar una vez más el ejemplar del «Eco de Jalisco», a las primeras dos bibliotecas que constituían mis fuentes de consulta más frecuentes. Me di cuenta que a los dos ejemplares les hacía falta la página número 16.

Enterarme de esto me dio una especie de presentimiento, uno de esos impulsos internos en los que algo quizás no tan evidente hace que nos preocupemos. Me apresuré a visitar la hemeroteca que me faltaba, supe que si la nota estaba en el diario sería en esta biblioteca donde localice y la anoté en mi diario de campo. Y la encontré. La nota correspondía a un texto poco visible y nada llamativo dentro de la página 16. Era una de esas notas ya rezagadas y que se publican tardíamente porque el periodista demoró demasiado en redactarla, o porque se presentó el momento oportuno para sólo rellenar un espacio en blanco dentro del periódico. El encabezado de la nota era corto y del mismo tamaño que el cuerpo del texto y decía: «Mujer sobrevive a Las Poquianchis».

El motivo de que se hubiera intentando ocultar está nota me mantuvo intranquilo algunos días. La transcribí en mi libreta y le tomé una fotografía. El texto hacía alusión a una mujer que sobrevivió a Las Poquianchis. Narrando sólo hechos superficiales y mencionando que la víctima había quedado en estado de shock y nunca pudo conceder entrevistas. El nombre de la mujer era Catalina Téllez.

Me propuse localizar a la mujer con todos los riesgos que esto pudiera representarme a mí y a mi familia. Las intrigas siempre me han mantenido con una desesperación frenética de alguna resolución, no importa qué tan complejo o simple sea su desenlace, pero que por lo menos tenga uno. Llegué el domicilio de Catalina con dificultades, su casa estaba en un pueblo llamado El Salto, a una hora de la ciudad de Guadalajara. Un pueblo con una atmósfera prospera por poseer una gran cascada y algunas empresas.

La casa de Catalina era una casa triste. Su color era de un blanco deslavado por el paso del tiempo. En la parte de la entrada se encontraban unas macetas sin plantas, donde sólo crecían las colillas de cigarro y las hormigas rojas. Visité su casa en varias ocasiones sin obtener una entrevista. Mencionaba a cada vez, que mis propósitos de investigación obedecían a dejar una memoria histórica del suceso y nunca a lucrar con la historia de Catalina Téllez. Una tarde que sería la sexta o la séptima ocasión en que visité El Salto, por fin se abrió la puerta para mí y decidió contarme su historia. Con la única promesa de que todo lo que ella expresará en la entrevista fuera contando tal y cómo sucedió. Le prometí que así sería y que yo sólo funcionaba como un mero transcriptor de sus palabras.

Aquí es donde abro un paréntesis en mi investigación, y cedo la narrativa a la persona que vivió en carne propia la maldad y la despiadada serie de acontecimientos que marcaron su vida para siempre.

Entrevista a Catalina Téllez. 8 de abril de 1965, El Salto, Jalisco. México.

Yo en ese tiempo tendría unos 14 años, y el día en que cayó la desgracia sobre mi vida fue un sábado por la noche. Estaba preocupada esperando a mi padre. Sabía que las 11 de la noche era tarde para su ausencia y más cuando necesitábamos leche para mi hermano que lloraba al sentir la más leve hambre. Se dieron las 12 y al no saber más que hacer salí en búsqueda de mi padre. Me dirigí primero a su trabajo en la oficina de correos que sigue estando junto al mercado, sin tener éxito en encontrarle. De ahí, me pasé a preguntar a la cantina de «Chucho», y me dijeron que no lo habían visto en toda la semana. Decidí regresarme a la casa porque no supe dónde más buscar. Al subir por la calle de la plaza escuche el ruido de una camioneta a mis espaldas, los hombres que iban en ella me chiflaron y me gritaron cosas que no quise entender. Decidí apresurar el paso hacia mi casa pero al llegar a la esquina de la plaza, allí, donde inicia la casa del señor cura, alguien me alcanzó por detrás agarrándome del cuello, comencé a ver todo de negro y me desmayé…

Desperté con un sabor a sangre en la boca y sin poder gritar. Mis manos y pies estaban amarrados con una soga rasposa que ya me causaba dolor al moverme. Me repuse del aturdimiento recostada en un suelo húmedo donde inicié a recuperar de la vista. No sabía donde me encontraba, ni que había sucedido, la habitación sin ventanas y con olor a vinagre era iluminada por foco de luz amarilla cagado en exceso por las moscas. Al fondo del cuarto, descansaba una mujer que más tarde se llevaron arrastrando un par de hombres.

Después de varios días sin traer comida en el estomago el tiempo comienza a dejar de importar. Así que uno va inventando su propio tiempo y sus propios métodos para medirlo. En nuestro caso, y para todas las mujeres que estábamos ahí, el tiempo estaba formado por las violaciones, las muertes y los entierros en el patio que los hombres y «El Tepo» hijo de Delfina (La jefa), hacían a las muchachas que ya no querían “trabajar” para el negocio.

La vida que pasé en manos de Las Poquianchis consistía en matarnos de hambre, y ya sin fuerzas como para siquiera mantenernos en pie o poder escapar, pasábamos a ser presas de la desgracia en la que quedaban reducidos nuestros cuerpos. Comíamos a veces lo que los clientes nos llevaban, se sabía que el trato hacia ellos siempre era mejor si nos daban comida antes de violarnos. Nos quemaban el cuerpo con cigarros, nos pateaban en el suelo hasta que nos salía sangre por la boca o nos desmayábamos. Soportábamos baños fríos en un patio donde hombres nos miraban. Sentíamos la tierra suelta y nos entraba el miedo porque era señal de que habían enterrado recientemente a una de nosotras. No sabíamos cuando llegaría nuestro turno para ser enterradas, ni si volveríamos a vivir porque claramente el infierno que vivíamos no era vida.

Nunca llegué a tener idea de cómo mi cuerpo y el de las demás fue capaz de soportar toda la clase de atrocidades que sufríamos a diario. La muerte siempre estuvo tan cerca de todas como algo rutinario, al menos morían de 3 a 4 mujeres cada semana. Saber que la muerte las había librado de lo que vivíamos y que ya descansaban me brindaba un consuelo, hubiera dado cualquier cosa por ser una de esas muertas que por lo menos ya no pasaban hambre, golpes y violaciones por toda clase de hombres y mujeres.

¿Qué cómo llegué a saber los nombres de las mujeres que habían muerto? Los memoricé como un último esfuerzo que podía encargarle a mi memoria, y los guardé, y los guardé. Porque los leía todos los días. Estaban escritos con mierda en las paredes del baño que todas usábamos. Imagine usted, cómo se veía aquel cuarto grande y de paredes blancas que contaba con un sólo retrete, donde a cada semana había mierda por todos lados. Mierda en la orilla de la taza, en las duchas, mierda en las ventanas. Mierda primero cagada y después acarreada para ser usada como recurso para escribir nombres, mensajes de auxilio y lugares de procedencia…

No supe cuántos días pasé en esa casa, ni cuántas veces con certeza fui penetrada y rasgada internamente por los hombres que llegaban a mí por causa de Las Poquianchis. Pero el día en que todo comenzó a cobrar un sentido de esperanza y hacer que cualquier movimiento fuera un asunto de vida o muerte, decidí aprovechar la única oportunidad para escapar. Escapar o morir de un balazo y ser enterrada en el patio. Pero ante cualquier cosa intentarlo, ya había vivido peores cosas que la muerte.

Durante el encierro me di cuenta de podía existir una posibilidad para escapar, siendo la oportunidad las dos horas que nos quedábamos sin vigilancia cuando entraba el “nuevo ganado”, como solían llamarnos a las que llegábamos por primera y única vez al negocio. Ese lapso de tiempo consistía en una selección de entre quién se llevaba la mejor carne para los prostíbulos de las hermanas González Valenzuela, y no faltaba quien de ellas se quisiera llevar más o lo mejor para cada uno de sus negocios.

Anochecía.

Salí al patio sin que nadie me viera y atravesé la casa con la intención de llegar al cuarto donde se encontraba toda la mierda. Si alguien osaba en cuestionar mi dirección le diría que iba a hacer mis necesidades. Llegué a aquel cuarto blanco y repasé con tristeza los últimos nombres en las paredes, me acerqué a uno de los muros y como las demás dejé mi nombre escrito en aquella pared de mierda. Trascender en la mierda.

Subí a la taza de baño y como pude llegué a la superficie del muro que encerraba el retrete con la pared. Desde ahí, comencé a hacerme paso por uno de los espacios del ventanal que estaba a unos tres metros del suelo. Llegué al final de uno de ellos arrastrándome y con dificultad abrí una de las ventilas por las que mi cuerpo podría pasar, cerré los ojos y me giré acostada lanzándome al vacío que había detrás de la pared. Caí sobre una superficie de tablas sufriendo algunas cortadas y de inmediato comencé a correr hacia la salida

“El Tepo” me alcanzó a ver cuándo cruce la reja y de inmediato gritó a todos que “una” se les había escapado por atrás. No supe de dónde saqué fuerzas para correr, recuerdo que me metí a un terreno boscoso y sin parar mi carrera me fui esquivando los huizaches y los mezquites, quería encontrar la paz que tanto deseaba, pero veía que varias linternas me perseguían entre la maleza. Escuché los machetes en manos de mis perseguidores accidentalmente golpear alguna piedra, como se detonaron disparos para tratar de arruinar mi escape. La muerte intentando alcanzarme.

Llegué a campo abierto y volteé para darme cuenta de que no me quedaba mucho tiempo. Las linternas y los gritos se volvían cada vez más cercanos. Seguí corriendo entre la oscuridad de aquella noche fresca que secaba el sudor al bajar por mi frente. Volteando de cuándo en cuando para medir el final de mi vida.

Uno pensaría que en tales momentos puede llegar a existir algo milagroso que nos salve. Pero no es así. No funciona así. En ese momento cuando estás al borde de la muerte nunca llega nada ni nadie para ayudarte. No hay milagros, no hay Dios, ni una esperanza que nos rescate. Así que debes ser tu misma quien realice las acciones determinantes para salvarte. Eres tú contra el mundo. Llegué al final del terreno y me detuve al encontrar un gran barranco, las linternas estaban ya sobre mí, nada podría ser peor de lo que me esperaba y sin siquiera pensarlo, me arrojé hacia el acantilado más oscuro que el cielo de aquella noche…

Los rayos del sol comenzaron a lastimarme la cara, me repuse para saber de lo ocurrido y me di cuenta que pendía sostenida entre las ramas de un árbol. Llena de arañazos en la cara miré a mi alrededor y me di cuenta del lugar en el que estaba. A mi lado izquierdo se veía San Antonio Juanacaxtle, abajo, el río que pasaba sin hacer eco en el aire barranco. Durante todo este tiempo había permanecido en el mismo municipio de El Salto, y me encontraba en los terrenos conocidos como “La Mesa”. Como pude, salí de aquel barranco y me dirigí con dificultades hasta mi casa. La sorpresa de mi llegada dejo a todos boquiabiertos, mi padre me daba por muerta desde hace meses…

Pasé semanas en cama recuperándome, con ataques de fiebre y pesadillas por el día y por la noche, la tranquilidad en la que estaba me parecía ilusoria, la ultima esperanza es la esperanza… Denuncié a las autoridades todo lo ocurrido y ofrecí los datos que apoyaron a la captura de Las Poquianchis. Todo había terminado.

La mujer se secó las lagrimas con un pañuelo percudido y después lanzó un largo suspiro…

Los verdaderos monstruos existen y conviven con nosotros todos días.

No sé que tipo de implicaciones podrán llegar a tocar mi puerta tras revelar en este trabajo periodístico el pasado de Catalina Téllez. Cargamos con nosotros muchas cosas al presente, acostumbro de forma regular a pensar que ese ejercicio de ir y venir en el tiempo es el que nos mantiene vivos, el que nos mantiene rotos. Elegí ser periodista porque es una de las disciplinas que más se alimentan del ejercicio de ir al pasado y de descubrir a los monstruos…

 

Por Ramiro Corona.

Sobre el autor: Ramiro Corona es naturalizado por voluntad como originario de Juanacatlán Jal. Su pasión por la investigación le ha permitido conocer e instruirse en diferentes universidades alrededor del mundo. Es un voraz lector de literatura, un oportunista poeta y si bien es diestro para escribir, es zurdo en su pensamiento